La batalla. Un cuento de coaching.

foto
La nieve caía con paracaídas. Lenta, suavemente, deteniendo el tiempo, escondiendo en blanco cualquier sonido. Si ponía atención podía escuchar cada copo posarse sobre sus hermanos, encajando su propia autenticidad en la montaña de diferencias. Sentada, con las piernas recogidas y cruzadas, mantenía la respiración para no perturbar el espectáculo. Los copos aterrizaban en su ropa, y jugaba a adivinar sus formas antes de fundirse en humedad. Algunos copos eran grandes como monedas de cobre, pero eran los más inestables de todos, los primeros en desaparecer.

La nieve comenzaba a cubrirla, pero ella no se sentía ningún frío. Permanecía inmóvil, con el abrigo abrochado hasta el último botón. Se agarraba a la idea de que cuando nevaba no hacía demasiado frío, de que no debía ser tan baja la temperatura. Las pocas veces que respiraba el vaho se presentaba ante sus ojos, desapareciendo rápidamente, tanto que dudaba si había sido verdad. Trató de espaciar aún más sus respiraciones, pues perturbaba el puzzle de nieve que caía sobre ella. No quería grietas en la nieve en sus rodillas, solo quería perfección blanca, un manto helado, inmaculado. Consiguió reducir la frecuencia de sus inhalaciones, y poco a poco también la profundidad. Notó también como sus pulsaciones bajaban, acompañando a sus respiraciones. Se sentía calmada, casi en comunión con la naturaleza, con aquella nevada.

A su alrededor la nieve había vencido la batalla. Ningún color había sobrevivido a aquella invasión. Se imaginó a si misma desde el otro lado del río, quizás solo el negro mechón rebelde que había resbalado de su oreja podría destacar de aquella foto. Pensó que bajo su cuerpo aún sobreviviría el verde sobre el que estaba sentada antes de que la nieve empezara a caer. J

Nada le importaba al Dios del tiempo, y dejó caer copos aún más grandes, que ella admiraba bajo su capucha. Sus piernas ya casi estaban completamente cubiertas por una montaña de nieve, y seguían cayendo copos que tejían una maraña, entrelazando sus brazos, fortaleciendo la red, creando una montaña de telarañas. Ella sentía el calor de la tierra bajo sus caderas, pero extrañamente la fuerza que emanaba del planeta había perdido mucha intensidad. Quizás la nieve había conseguido congelar la zona? No, aquello hubiera sido demasiado. La nevada estaba siendo intensa, muy intensa, pero acabar con el calor de la tierra eran palabras mayores.

Levantó la vista. Nada. Nada. Una cortina blanca impedía ver más allá de tres metros. Y lo único que podía ver eran copos jugando con la fuerza de la gravedad. Trató de estirar la espalda, consciente de que estaba encogida, pero al intentarlo, algo le impidió hacerlo. Solo pudo estirar la mitad de lo que hubiera sido un esfuerzo normal. El peso de la nieve, la maraña de copos le impedían estirarse por completo.

Hasta el momento no había sido consciente del tiempo que llevaba allí sentada, pero comenzó a asustarse. Esperaba poder encontrar el camino de vuelta a casa en mitad de aquel desierto blanco. El peso de la nieve en su espalda, que le había impedido estirarse, había despertado su mecanismo de defensa, y decidió que había llegado el momento de volver a casa. Intentó incorporarse sin apoyar las manos en el suelo, pero fue incapaz de incorporarse solo con las fuerzas de sus piernas. La nieve había tejido una red que le dificultaba la salida. Tras probarlo de nuevo, sin éxito, intentó descruzar sus brazos para apoyarse para levantarse. Le fue imposible. Ni siquiera pudo cambiar su posición. Tenía la espalda encorvada, y el peso de la nieve, cada vez mayor, le hacía inclinarse aún más hacia delante. Estaba atrapada.

Su respiración comenzó a agitarse, las pulsaciones aumentaron. La sorpresa inicial había pasado a asustarla, y ahora ya solo tenía miedo. Intentó gritar, pero sabía que aquella nevada no permitiría que el sonido llegara a nadie. Concentró todas sus fuerzas en la espalda, en tratar de incorporarse, pero todo fue en vano. Incluso tras sacar todo el aire que tenía en sus pulmones tras el esfuerzo, fue incapaz, al inhalar, de volver a recuperar el espacio perdido. Volver a intentarlo sería peor.

Y la nieve seguía cayendo. Lenta, pausada, suavemente. Y ella seguía atrapada, con la cara ya casi enterrada en la nieve que se acumulaba sobre sus piernas, sus rodillas. Sentía el frío que de ella emanaba, soplaba para tratar de fundirla, pero sus lágrimas se congelaban al tocar la nieve, recuperando lo que pudo haber ganado. La espalda sufría el peso de la acumulación de la montaña blanca, que seguía creciendo. La nieve seguía cayendo.

Exhaló su último aliento justo en el momento en el que todo cesó. Las nubes cargadas de nieve desaparecieron, y, primero tímidamente, más tarde con fuerza, el sol iluminó de nuevo la ribera del río.

La nieve comenzó a fundirse, llenando el río de agua turbia al arrastrar con ella la suciedad del ambiente. El verde ganó de nuevo al blanco, el sonido volvió a ocupar el silencio.

Su cuerpo permaneció tumbado, el corazón detenido. Los labios morados, la piel blanca. Aún tenía la capucha sobre la cabeza, el abrigo abotonado hasta arriba. Todo ello extrañó a quienes la encontraron, sin aliento, en mitad de un caluroso día de Junio.

**dedicado a todas las personas que se sienten aislados**

Un cuento de coaching.

Un hombre atraviesa una pared. Se levanta tranquilamente del sofá blanco donde está sentado en casa de su amigo, charlando sobre banalidades con los compañeros comunes de la oficina, y ante la mirada atónita de todos, se lanza a caminar con un paso firme y decidido hacia la pared grande del salón, la que le separa del dormitorio principal.

Son seis pasos los que le llevan hasta la pared impoluta, sin armarios ni cuadros, seis pasos que da con seguridad y aplomo, con la mirada fija y en una especia de ausencia. A cada paso el silencio se va adueñando del ambiente, como un ejército de nieve, y las conversaciones de la sala van muriendo, fijando la atención de los cinco sentidos de cada uno de los presentes en el hombre que se dirige hacia la pared.

A cada paso la distancia se reduce, el choque se ve inevitable, y la angustia va sucediendo a la sorpresa. Ese hombre va a chocar contra la pared, la dura pared sin cuadros ni armarios que separa el salón del dormitorio. Pero no parece que el dolor vaya a minar la decisión del hombre, que ni siquiera se gira al percibir, pues no puede ser de otra manera, la atención de todos los presentes fija en él. Ni siquiera parece que el dolor esté en la cabeza de ese hombre, que solo piensa en atravesar la pared. Un paso menos.

Alguno de los presentes se pregunta a sí mismo si sería capaz de atravesarla, si sería capaz de intentarlo, siquiera si fuera capaz de planteárselo. No, se dice. Si mi corazón alberga dudas sobre si podría planteármelo, como podría conseguirlo? Sin la determinación necesaria no sería capaz de conseguirlo, y esta determinación debería ser completa. No, no sería capaz de conseguirlo.

Quien se sienta al lado de este primer invitado se pregunta por la molestia de intentar atravesar una pared en este momento. Quizá podría haber esperado a los postres, o al menos cuando no estuviera hablando con ella, la chica rubia de compras, sin duda la más guapa de la reunión. Llevaba toda la semana esperando este momento para que ahora se pusiera a intentar atravesar paredes este mendrugo. Qué es lo que intentará? Lo hará solo para fastidiarme?

Otro se pregunta si el hombre que va a atravesar la pared ha pensado en el dueño de la casa. Imagínate, estaba celebrando una reunión para unos amigos del trabajo, y de repente se va a encontrar con un agujero en la pared, unos cuantos escombros y mucho polvo rondándolo todo. O, peor, un amigo sangrando por la nariz rota y manchando de sangre todo a su paso. No, no debería haberlo pensado.

Un cuarto desea con todas sus fuerzas que atraviese la pared. Que lo haga, que lo consiga, que triunfe como nadie lo ha hecho antes. Que asista a un hecho maravilloso, diferente, inaudito, algo que poder contar en el bar después. Bien pensando… ni siquiera le importa si lo consigue o no. Solo quiere que lo intente, que triunfe o que fracase nada le aportara. Solo que suceda algo.

Ella, con quien estaba hablando justo en el momento en el que se levantó para decirle que iba a atravesar la pared, se pregunta si estará bien. Desea con todas sus fuerzas que sea capaz de conseguirlo, que atraviese la pared de una manera limpia, elegante, casi sin esfuerzo. Lo desea porque sabe que él lo desea. Y no es que sienta nada especial por él, ni siquiera lo considera un gran amigo, pero le gusta pensar que todas las personas consiguen aquello que se proponen.

Y mientras todos estos pensamientos fluyen, él da un paso más. Seguro, firme, rocoso, se acerca cada vez más a la pared, que ahora parece inmensa, muy compacta, dura de verdad. Escucha los rumores de los pensamientos de sus compañeros en el silencio de la habitación, pero decide ignorarlos. Decide centrarse en su respiración, en su ritmo de paso, en el roce de las perneras de sus pantalones chocando entre si al dar un nuevo paso. El foco de su mirada se reduce, la pared lo es todo, y en su voluntad solo cabe el cruzarla.

Cualquier otro pensamiento le abandona, nota como el cerebro se vacía para solo ser ocupado por una palabra, que se le aparece con letras blancas sobre un fondo negro: ATRAVIESALA. Así, en mayúsculas, sin dudas, sin nada que pueda hacerle cambiar de idea o distraerle. Atraviesa esa pared.

Y la atraviesa. Ajeno al dolor que pudiera causarle, ningún dolor siente. Ajeno a las conversaciones de sus compañeros, nada escucha en su mente. Abre los ojos, que cerró instantes antes de chocar contra la pared, y descubre ahora una estancia blanca, completamente aséptica, tal como imaginaríamos un hospital del futuro. Mira hacia atrás, pero se encuentra con la misma blancura. Un blanco que le hace acomodar la vista, molesta por el reflejo demasiado intenso. Se mira a sí mismo, comprobando que no tiene ni un rasguño tras atravesar la pared. Se limpia unas imaginarias motas de polvo de la chaqueta.

Sonríe. Ha atravesado la pared. Sólo tenía que querer hacerlo. Y lo quiso. Y lo hizo. No escucha nada, ya nada le perturba. Se encuentra en la habitación impoluta, frente a aquello que había venido a buscar. Solo, frente a aquello que había venido a buscar.

Día de perros.

Octubre. Sábado. 7 de la mañana. El viento frío se cuela entre los resquicios de la cremallera del abrigo. La fina lluvia empapa los pantalones. Las ráfagas de aire convierten las gotas en molestos proyectiles, que consiguen llegar a los más recónditos escondites de la piel. El Sol no ha aparecido, y no se le espera. Las luces de las farolas alumbran las calles vacías, la lluvia cayendo en todas direcciones. El termómetro marca siete grados. Del portal 38 sale disparado Bruto, ignorando la lluvia, necesitando un árbol donde aliviarse. Su dueño, tres metros por detrás, se refugia al abrigo del portal, hasta que no sea estrictamente necesario salir a la intemperie. Y Bruto termina, y comienza el paseo hacia el parque, el recorrido de todos los días. Mira a su dueño, que se cala el sombrero y se sube los cuellos de la gabardina. Ambos comienzan a pasear por las aceras llenas de charcos, uno de ellos con indisimulada alegría y alivio.

En el parque la arena se ha convertido en barro por el agua caída, lo cual hace disfrutar aún más a Bruto. De la gabardina extrae su dueño un chicle. En día de lluvia, fumar es casi una osadía. Bruto, excitado, se acerca a su amo, le ladra de puro contento, acaba de ver llegar a un amigo por el otro lado del parque. La excitación le hace levantarse sobre las patas traseras, manchando de barro la gabardina con las delanteras. Apenas unos segundos, se va corriendo en busca de su amigo recién llegado, un viejo conocido del parque.

Ambos dueños se saludan desde el breve resquicio entre el sombrero y la gabardina.

– Sabes por que a estos días les llaman “días de perros”?
– Los únicos que nos atrevemos a salir a la calle somos los que tenemos perros, verdad?
– Sí. Bueno, en realidad los únicos que salimos somos los que queremos a nuestros perros.
– Buen matiz.
– Sí, esto no deja de ser un maldito acto de amor.

– Vendrás mañana?
– Siempre.