Un hombre atraviesa una pared. Se levanta tranquilamente del sofá blanco donde está sentado en casa de su amigo, charlando sobre banalidades con los compañeros comunes de la oficina, y ante la mirada atónita de todos, se lanza a caminar con un paso firme y decidido hacia la pared grande del salón, la que le separa del dormitorio principal.
Son seis pasos los que le llevan hasta la pared impoluta, sin armarios ni cuadros, seis pasos que da con seguridad y aplomo, con la mirada fija y en una especia de ausencia. A cada paso el silencio se va adueñando del ambiente, como un ejército de nieve, y las conversaciones de la sala van muriendo, fijando la atención de los cinco sentidos de cada uno de los presentes en el hombre que se dirige hacia la pared.
A cada paso la distancia se reduce, el choque se ve inevitable, y la angustia va sucediendo a la sorpresa. Ese hombre va a chocar contra la pared, la dura pared sin cuadros ni armarios que separa el salón del dormitorio. Pero no parece que el dolor vaya a minar la decisión del hombre, que ni siquiera se gira al percibir, pues no puede ser de otra manera, la atención de todos los presentes fija en él. Ni siquiera parece que el dolor esté en la cabeza de ese hombre, que solo piensa en atravesar la pared. Un paso menos.
Alguno de los presentes se pregunta a sí mismo si sería capaz de atravesarla, si sería capaz de intentarlo, siquiera si fuera capaz de planteárselo. No, se dice. Si mi corazón alberga dudas sobre si podría planteármelo, como podría conseguirlo? Sin la determinación necesaria no sería capaz de conseguirlo, y esta determinación debería ser completa. No, no sería capaz de conseguirlo.
Quien se sienta al lado de este primer invitado se pregunta por la molestia de intentar atravesar una pared en este momento. Quizá podría haber esperado a los postres, o al menos cuando no estuviera hablando con ella, la chica rubia de compras, sin duda la más guapa de la reunión. Llevaba toda la semana esperando este momento para que ahora se pusiera a intentar atravesar paredes este mendrugo. Qué es lo que intentará? Lo hará solo para fastidiarme?
Otro se pregunta si el hombre que va a atravesar la pared ha pensado en el dueño de la casa. Imagínate, estaba celebrando una reunión para unos amigos del trabajo, y de repente se va a encontrar con un agujero en la pared, unos cuantos escombros y mucho polvo rondándolo todo. O, peor, un amigo sangrando por la nariz rota y manchando de sangre todo a su paso. No, no debería haberlo pensado.
Un cuarto desea con todas sus fuerzas que atraviese la pared. Que lo haga, que lo consiga, que triunfe como nadie lo ha hecho antes. Que asista a un hecho maravilloso, diferente, inaudito, algo que poder contar en el bar después. Bien pensando… ni siquiera le importa si lo consigue o no. Solo quiere que lo intente, que triunfe o que fracase nada le aportara. Solo que suceda algo.
Ella, con quien estaba hablando justo en el momento en el que se levantó para decirle que iba a atravesar la pared, se pregunta si estará bien. Desea con todas sus fuerzas que sea capaz de conseguirlo, que atraviese la pared de una manera limpia, elegante, casi sin esfuerzo. Lo desea porque sabe que él lo desea. Y no es que sienta nada especial por él, ni siquiera lo considera un gran amigo, pero le gusta pensar que todas las personas consiguen aquello que se proponen.
Y mientras todos estos pensamientos fluyen, él da un paso más. Seguro, firme, rocoso, se acerca cada vez más a la pared, que ahora parece inmensa, muy compacta, dura de verdad. Escucha los rumores de los pensamientos de sus compañeros en el silencio de la habitación, pero decide ignorarlos. Decide centrarse en su respiración, en su ritmo de paso, en el roce de las perneras de sus pantalones chocando entre si al dar un nuevo paso. El foco de su mirada se reduce, la pared lo es todo, y en su voluntad solo cabe el cruzarla.
Cualquier otro pensamiento le abandona, nota como el cerebro se vacía para solo ser ocupado por una palabra, que se le aparece con letras blancas sobre un fondo negro: ATRAVIESALA. Así, en mayúsculas, sin dudas, sin nada que pueda hacerle cambiar de idea o distraerle. Atraviesa esa pared.
Y la atraviesa. Ajeno al dolor que pudiera causarle, ningún dolor siente. Ajeno a las conversaciones de sus compañeros, nada escucha en su mente. Abre los ojos, que cerró instantes antes de chocar contra la pared, y descubre ahora una estancia blanca, completamente aséptica, tal como imaginaríamos un hospital del futuro. Mira hacia atrás, pero se encuentra con la misma blancura. Un blanco que le hace acomodar la vista, molesta por el reflejo demasiado intenso. Se mira a sí mismo, comprobando que no tiene ni un rasguño tras atravesar la pared. Se limpia unas imaginarias motas de polvo de la chaqueta.
Sonríe. Ha atravesado la pared. Sólo tenía que querer hacerlo. Y lo quiso. Y lo hizo. No escucha nada, ya nada le perturba. Se encuentra en la habitación impoluta, frente a aquello que había venido a buscar. Solo, frente a aquello que había venido a buscar.