Van Gogh es uno de los pintores más valorados hoy en día. Sus cuadros se venden por millones de euros, y todo el mundo conoce su historia. Saben de su genio, de su barba pelirroja, y de la venda que llevaba en su oreja izquierda. Sus cuadros ocupan posiciones de prestigio en los museos de todo el mundo, la gente viaja a otros países solo para disfrutar durante unos minutos de sus pinturas.
Van Gogh era un genio, pero en su época no consiguió vender un solo cuadro. Nadie quiso comprar aquellas imágenes de campesinos durmiendo la siesta tras la siega, en la que se veían los trazos de las pinceladas. Qué era aquello? Y esa noche estrellada? Y esos girasoles en un jarrón? quien podría querer aquello, tan diferente de la moda de entonces?
Y sin embargo Vincent, el pelirrojo, siguió pintando. Siguió marcando los trazos de las pinceladas, siguió mostrando sobre el lienzo su genio, su manera de entender el arte. Siguió sin vender un cuadro, pero creando futuras obras maestras.
Pero Van Gogh también tenía sus días malos. Esos días en los que los trazos no salían, en el que la perspectiva no acababa de funcionar, en el que las ideas no fluían, en el que se sentía torpe incluso para poner nombre a un cuadro. Días en los que pintaba algo llamado “Naturaleza muerta con repollo y zuecos”:
Hay días en los que no sacamos todo nuestro talento. Hay días en los que estamos torpes en la definición, en la ejecución. Hay días raros, como decían Vetusta Morla. Hay días raros en los que echamos un borrón, aunque seamos el mejor escribiente. Hay días en los que Van Gogh hace una Naturaleza muerta de un repollo y unos zuecos. Y sin embargo nadie se atrevería a decir que Van Gogh no es un gran gran artista.
Hay días raros. Los días raros forman parte de nosotros, pero nosotros no somos los días raros.