En un lugar del pasado, la ciudad A y la ciudad B eran vecinas. Comerciaban juntas y, en cierta medida, dependían una de la otra. En esta relación de vecindad, como sucede en todo el mundo, surgió una competitividad. Ambas pretendían ser mejor que la otra, e intentaban superarla en todas las facetas posibles. Una vez al año, el alcalde de la ciudad A viajaba a la ciudad B, protocolariamente, para mantener las buenas formas y la relación de buena vecindad. Al año siguiente, la visita era devuelta por el alcalde de la ciudad B.
Cuando el alcalde A visitaba la ciudad B, su alcalde le mostraba la prosperidad de la ciudad. Le enseñaba el progreso conseguido, le hacía visitar los mejor lugares, le invitaba a los mejores manjares. Le mostraba el silo donde guardan los víveres para el invierno, las pieles que utilizarían durante el resto del año, las nuevas embarcaciones que habían ideado. Todo con el afán de mostrar lo mejor de su propia ciudad, de impresionar a su contrincante y vecino.
El momento cumbre llegaba al final de la visita. Cuando el alcalde A estaba ya dispuesto para marchar de vuelta a su ciudad, saciado de comida y bebida, agasajados los ojos, el alcalde de la ciudad B daba el toque final: quemaba todo lo que le había mostrado. Sus reservas para el invierno, sus mejores pieles, sus nuevas construcciones, sus embarcaciones más modernas. Todo ardía.
El alcalde de la ciudad A llegaba a su ciudad, y aún aturdido por lo que acababa de ver, comenzaba a preparar la visita del alcalde de la ciudad B del año siguiente, con el afán de superarle, tanto en calidad como en cantidad. Arengaba a su pueblo para tener más grano, mejores víveres, embarcaciones más grandes… Todo debía superar lo visto en su reciente visita a B, y todo ardería.
Visto racionalmente, esta actitud de ambas ciudades es absurda, puesto que ambas pasaban penurias durante todo el año, ahorrando lo mejor de cada partida para el momento de impresionar a sus vecinos. Pero para ellos todo merecía la pena por el momento de mostrase superiores a sus vecinos, de mostrarles que no les importaba despreciar lo mejor.
Algo similar sucede cuando una estrella de rock rompe su guitarra en el escenario. Nos está diciendo: “Ey! Tu ahorras un año para comprarte una guitarra como esta? Yo destrozo una cada noche”.
Qué nos pasa? Para qué necesitamos hacer ver que no necesitamos cosas que necesitamos? Realmente es preferible renunciar a esas necesidades a hacer creer a otros que no las tenemos?
Tenemos todos esa necesidad de sentirnos superiores a los demás? Y.. no solo eso, si no… mostrárselo? Decírselo bien alto?